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Veintiséis Constituciones ubican a Venezuela entre los países del mundo con la mayor inflación de textos constitucionales, en un trajinar histórico de apenas doscientos años de vida Republicana. Las ha habido de todos los colores y sabores: desde la avanzada y desfasada Constitución de 1811, cuyo extremo federalismo influyó en la pérdida de la Primera República; pasando por la Constitución de 1830, cuya sobriedad y profundo sentido institucional marcó y rigió al país por casi veintisiete años; o la paradójica Constitución de 1864 que transformó a la República en unos “Estados Unidos” para instaurar un federalismo que nunca pasó del papel; hasta las curiosas constituciones Guzmacistas (como “La Suiza”, con un período presidencial de dos años) o las de Gómez que aumentaban o disminuían el período presidencial dependiendo de que el Caudillo ejerciera formalmente el cargo o no. Entre las más recordadas, por su cercanía histórica e influencia en la Venezuela contemporánea, resalta la Constitución de 1961, obra fundamental de incontestable vocación democrática lamentablemente superada por cuarenta años de errores que desembocaron en el proceso político que dio a luz la actual Constitución de 1999.

Esta última, nacida en la efervescencia de un momento crítico, mediante cuestionables salidas jurídicas que desconocían el ordenamiento vigente (la Asamblea Constituyente que la elaboró no estaba contemplada en el texto del 61) ha tenido una vida llena de altibajos. Obesa en declaraciones altisonantes, repleta de retórica para describir una avalancha de derechos y enferma de extrañas innovaciones, como lo fue el cambio de nombre del país o los cinco Poderes Públicos. La Constitución de 1999 destruyó instituciones con amplio arraigo en nuestra cultura jurídica, como lo fue el Congreso de la República, dejando sin representación a los Estados en el parlamento con la eliminación del Senado, muy a pesar de consagrar un régimen federal. Los aparentes avances, como el de la creación de la Sala Constitucional, no compensaron el reforzamiento del Ejecutivo Nacional con facultades que eclipsaron por mucho a las del resto de los poderes. El alto contenido social de sus previsiones la hizo ver como un texto de avanzada, exagerándose a veces como la panacea para los males de la nación.

Con los años, la Constitución devino en un mero instrumento de poder que hubo de soportar cambios como el de la reelección presidencial inmediata, mientras que en la práctica el diseño institucional quedaba superado por estructuras y entidades no solo no previstas, sino que abiertamente violan sus preceptos, como es el caso de la figura de “Protectores Regionales” Identificada cada vez más con un proyecto político y cada vez menos como pilar del Estado, la Constitución de 1999 se ha convertido en arma arrojadiza para impedir cualquier evolución democrática que ponga en riesgo a los poderes de facto. En este sentido, la Sala Constitucional, que alguna vez fue vista como una institución idónea para preservar la unidad de la interpretación y fomentar la constitucionalización del ejercicio jurisdiccional, terminó por convertirse en la celestina de un régimen, en su intérprete de conveniencia.

Amargamente hemos de constatar que, aunque vigente, la Constitución del 99 no impera, pues tan solo ocupa un espacio formal pero carente de contenido y de auténtico arraigo social. El descarado desmontaje del Estado de Derecho ha sido el ocaso de la noción de garantía constitucional que es la que determina la auténtica existencia de un régimen de libertades. En apenas veinte años, quedó diluido el progreso institucional y jurídico que habíamos alcanzado tan esforzadamente a través de un recorrido histórico sembrado de traumas, retrocesos, errores y aciertos. Venezuela hoy es un Estado a la deriva sin Constitución real. Tanto hemos retrocedido que vuelve a estar vigente aquella definición, amarga en su esencia, sostenida por el eminente José Gil Fortoul: “La constitución es un librito amarillo que se reforma todos los años y se viola todos los días”

Autor: Jonhder Vargas César

Abogado Especialista en Derecho Constitucional.

Por Edgar Varela

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