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El título de este artículo es de esas frases lapidarias que enseñan más que muchos libros. Se la atribuyen a Manuel Peñalver, quien fuera Secretario General de Acción Democrática, aunque muchos sostienen que es original de Rómulo Betancourt, padre fundador de ese partido. Como haya sido, condensó una crítica y lanzó una advertencia: no es que debamos aspirar a instituciones perfectas o muy elevadas porque somos una nación atrasada y sin tradiciones democráticas sólidas. A veces se la cita como una conseja llena de prudencia, otras como la conclusión fatal de nuestro subdesarrollo y también como una especie de mantra para la resignación. Tanto nos hemos acostumbrado a la frase, que también le hemos dado un sentido exculpatorio para nuestros ya habituales errores y fracasos e incluso la hemos rebajado como etiqueta para un país “sin remedio y sin futuro”.


Estos paradigmas nos obligan a revisar un aspecto central del desarrollo de las naciones como lo es la autoestima. Así como la autoestima personal condiciona e influye en el desarrollo sano y equilibrado de la personalidad, la autoestima colectiva es un factor determinante del desarrollo político, económico y social de las Naciones, vinculada como está con el patrimonio más importante de un país: su cultura. ¿Y cómo es la autoestima del venezolano? Es baja, bajísima, y no hay que ser sociólogo para concluirlo, basta con revisar el autoconcepto que tenemos y como lo manifestamos.

Quizás lo más notorio de nuestra idiosincrasia es la boconería. Solemos sostener que “Venezuela es el mejor país del mundo” y como pruebas nos llenamos la boca con el Salto Ángel, la belleza de nuestras mujeres y/o lo extraordinario de nuestras selvas y playas; otros lugares comunes son la gesta independentista y la figura de Simón Bolívar, a los que el ciudadano común entiende más como un anime estilo Dragon Ball que como proceso y figura de hechos históricos complejos. Que somos “chéveres”, “vivos” y “panas” termina por coronar de imprecisión y soberbia, la lamentable imagen que tenemos de nosotros mismo. Fuera de esto (y de los consabidos regionalismos) no hay mucho más, así que brillan por su ausencia los elementos afirmativos de la venezolanidad.

En la misma medida en que la decadencia económica y educativa derruían los fundamentos republicanos, la fascinación por la riqueza fácil ha creado entre las mayorías desposeídas, sobre todo en los jóvenes, una extraña y retorcida admiración por figuras delictivas provenientes del mundo del narcotráfico (los capos) y por “el malandro” como arquetipo. El Lenguaje, que suele ser la mejor radiografía de una sociedad, registra fielmente esta debacle, así que no es extraño que en lo cotidiano y en las redes sociales se imiten los modos y giros expresivos típicos de los ghettos delictivos en los que se han convertido buena parte de las barriadas de las grandes ciudades, del mismo modo es que el crimen, el mal gusto, la violencia, la vagancia y el consumo de drogas han colonizado el imaginario de amplias capas de la población.

El modelo político instaurado en 1999, en un proceso dialéctico de estímulo y aprovechamiento, ha hecho todo lo que ha podido por conservar baja la autoestima colectiva de los venezolanos, porque es imposible la dominación ciega allí donde predomina el carácter ciudadano fundado en valores, principios y un sentido compartido de destino común en el que predomina, ¿cómo no?, la sólida conciencia del deber; todas estas características de los pueblos que han alcanzado importantes grados de desarrollo. La mediocridad, empero, ha sido la bandera del socialismo imperante, mientras que el odio oficial a la iniciativa privada, así como a la preparación técnica y académica, ha llevado al país casi al punto de no retorno.

Comprender el pobre criterio que como sociedad tenemos, explica el éxito del chavismo y nos saca del asombro ante la popularidad de Lacava. Esos no son sino los efectos visibles de la avanzada descomposición de Venezuela, las alertas ante el avanzado deterioro de las bases mismas del Estado venezolano. Si de la tragedia nacional que vivimos no resulta un salto cualitativo de pueblo a ciudadanía, con toda la responsabilidad que eso implica, será imposible restaurar a la Nación. Desde el victimismo, la conformidad y la resignación, es imposible edificar las bases sólidas del país próspero y renovado al que aspiramos.

Cierto es que no somos suizos, pero lo importante es que somos venezolanos y que de nosotros depende la más grande transformación que haya visto antes el mundo. Es hora de querernos más y de hacer lo correcto. Nadie lo hará por nosotros.


Autor: Jonhder Vargas César

Abogado Especialista en Derecho Constitucional.

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Por Edgar Varela

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