En nuestro mundo contemporáneo, el impacto de las redes sociales transformó todo lo que hacíamos y nos obligó a revisar (e incluso desechar) lo que creíamos saber en torno al manejo de la información y al efecto que tiene en la sociedad. El presencialismo digital ha convertido en protagonista y generador, al individuo que antaño solo ocupaba el papel de receptor y que ha dejado su condición pasiva para integrarse en el contexto interactivo. Claro está que la Política fue de las primeras dimensiones del quehacer humano que se vieron afectadas por los cambios impuestos y especialmente el discurso, ese proceso lingüístico que trasciende los límites formales del propio Lenguaje, debió adaptarse, no tanto para variar contenidos sino para servirlos ante una sociedad sumergida en esquemas de pensamiento y en juicios de valor (cuando no paradojas) radicalmente distintos a los vigentes hasta hace apenas treinta años.
La más aventajada en este proceso de reacomodo discursivo ha sido, sin duda, la izquierda política, experta en el manejo propagandístico de las emociones así como en ofrecer de sí misma una imagen nimbada de humanismo, de sencillez, de desprendimiento, de amor, fraternidad y prosperidad, aprovechando la ausencia de crítica entre las masas descontentas y apostando fuerte al populismo como herramienta eficaz de posicionamiento. Lo más interesante ocurre cuando los sistemas socialistas (incluidos sus vástagos socialdemócratas) inexorablemente fracasan en alcanzar los objetivos sin bases de sus programas, como ocurrió en Venezuela que desde 1958 ha vivido bajo el dominio de la izquierda y que en los últimos veinte años ha degenerado en una catástrofe sin precedentes.
Ante el innegable fracaso, el discurso se construye con base en la negación, algo que suele parecer descarado e inmoral, pero que nunca es casual, sino que responde a una estrategia compleja de recomposición, tan interesante como objeto de estudio como peligrosa en sus consecuencias prácticas. Para hacerlo, la izquierda requiere tres elementos de principio que analizaremos brevemente: el santo muerto necesario, el enemigo necesario y el futuro promisorio.
Que los muertos convertidos en santones son vitales para el discurso de la izquierda es un hecho históricamente documentado que tiene por objeto idealizar- y por lo tanto eximir de crítica-el programa o accionar del partido. La Unión Soviética, conocida por el fomento del culto a la personalidad del “líder” de turno (hasta que cayera en desgracia) fue la campeona en la construcción del culto estatal a Marx, Engels y Lenin; se les consideraba como modelos casi perfectos del “bienamado camarada” y así fue como esa práctica pasó a Cuba que halló en la figura de Martí, distorsionada por el régimen, su muerto necesario hasta que el panteón vino a completarse recientemente con Fidel.
En Venezuela, Chávez es un semidiós en el discurso oficial, no solo exento de responsabilidad alguna en el desastre que hoy atraviesa la Nación, sino que también “vive” según una inmortalidad y omnipresencia que los corifeos del régimen no se cansan de difundir. Los adecos ya habían dado el ejemplo cuando elevaron al altar a Andrés Eloy Blanco y a Ruíz Pineda, pero el verdadero santón adeco hoy es Rómulo Betancourt. ¿Y de qué les sirve un muerto idealizado? Pues de mucho, principalmente para justificar en la memoria pretendidamente perfecta, los desmanes, los vicios y los crímenes presentes. Aquí la negación opera con doble filo: por un lado, no hay manera de imputarle errores al muerto y, por otra parte, el que lo invoque, no puede estar haciéndolo mal.
El enemigo necesario es una herramienta de uso común en el discurso de la izquierda. Desde el “imperialismo”, pasando por los “reaccionarios”, “el bloqueo” y “el complot burgués”, cualquier excusa idiota es buena siempre que sirva para cohesionar criterios prosélitos; el miedo y el odio bien administrados han sido de los más importantes recursos para el discurso de izquierda. En la Venezuela chavista hasta las iguanas han sido culpadas de los cortes eléctricos, pero la “oposición socialista” tampoco pierde la costumbre y construye la otredad, cuando tilda de “guerreros del teclado”, “traidores” y “burgueses” a cualquier ciudadano que osa criticar la extraña connivencia con el régimen de Maduro.
Por último, el paraíso socialista en la tierra, siempre está en un lejano e indeterminado futuro. Por eso la consigna es más importante que las políticas sensatas y la simpatía más importante que la ética y competencia juntas. El discurso de la izquierda se funda en la promesa, se alimenta de la esperanza y se salda con mentiras tan escandalosas que ofenden el buen juicio y es por eso que el manejo temporal desdeña el pasado (como si no hubiera existido y por lo tanto, como si no hubiera responsabilidad por lo ocurrido) y traslada el logro de la realidad al anhelo. Basta oír los mensajes de Maduro o las arengas de Guaidó y el patrón es el mismo: no hay ninguna referencia seria a un programa racional y articulado, sin embargo, el porvenir luce siempre brillante y al alcance de la mano.
“Delta Amacuro no existe” suele bromearse en las redes sociales acerca de ese Estado oriental y el chiste juega con el supuesto desconocimiento de alguien que provenga, viva o haya estado allí.
Lingüísticamente la chanza apunta a la construcción y desconstrucción del discurso tan propia de la era digital y no deja de ser llamativo que el absurdo propio de la afirmación sea la constante de partidos políticos y dirigentes controlan al país y que parecen estar seguros de la estupidez colectiva de la Nación, que niegan su miseria y que sacan provecho de su debacle. No parecen estar claro en que la desgracia socialista nos ha enseñado tanto, que hoy comprendemos los riesgos de dejar el destino colectivo en manos de sus adalides.
“Venezuela puede y quiere se próspera” ni mito, ni chiste: esta debe ser nuestra bandera.
Autor: Jonhder Vargas César
Abogado Especialista en Derecho Constitucional.