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Que una Democracia ha de ser ideológicamente plural es algo evidente, así la Libertad como núcleo del sistema dará por resultado una sana variedad y contraposición de ideas, que hallan su expresión militante en las distintas organizaciones de la sociedad civil, en la que los partidos políticos son por excelencia protagonistas de primer orden. Prescindiendo de su ideología, un partido político democrático si bien aspira al poder, asume jugar dentro de los cauces de la legalidad, del respeto al contrario y del entendimiento de que los ciudadanos y la institucionalidad están por encima del proselitismo y de las afinidades doctrinarias. De este modo se convierten en núcleos de ordenada participación política, pero también en guardianes del régimen de libertades que forma su espacio vital. Algunos pudieran argüir que esta imagen corresponde más bien a un ideal que a la realidad, sobre todo en Latinoamérica en la que ha calado tan hondo la leyenda negra de los partidos políticos como organizaciones siniestras; sin embargo, basta con analizar la mecánica de países sólidamente democráticos para entender que lo que se suele pensar como un lejano ideal, es en verdad, una experiencia cotidiana.

En Venezuela, la existencia de partidos políticos viene de la mano de una larga y tortuosa historia. No es sino hasta después de la muerte de Gómez cuando emergen organizaciones con la fuerza y madurez como para convertirse en los partidos modernos dominantes en la segunda mitad del siglo 20. El sistema fundado en 1958, cimentado en la Constitución del 61, fue el producto de la ingeniería partidista de organizaciones de izquierda, que atendían al principio de la representatividad y de la progresividad institucional y entre cuyos logros puede citarse la apertura de la participación política a través de las elecciones periódicas, además del fortalecimiento de la noción de los derechos civiles (algo sin precedentes en Venezuela).
Lamentablemente, la novedad pronto se vio enturbiada y superada por el surgimiento de un paradigma que convirtió a los partidos políticos en intermediarios monopólicos entre el ciudadano y el Estado: La Partidocracia. La importancia del carnet de afiliación para obtener favores de todo tipo (desde subsidios hasta becas, cuando no jugosos contratos públicos) arraigó de tal modo, que prácticamente se institucionalizó el tráfico de influencias. Entretanto, los intereses de los partidos se antepusieron a los del país, siendo el cálculo y la componenda herramientas habituales para bloquear cualquier iniciativa que pusiera en riesgo el dominio adeco-copeyano.

“El pueblo” entendido como masa receptora de favores, siempre en función de enfoques electorales, ocupó en el discurso de la partidocracia. La ausencia de la función pedagógica del ejercicio ciudadano, propia de los partidos democráticos, creó las condiciones para que los venezolanos confundieran Democracia con los males y perversiones entronizados por la élite dirigente, atendiendo así a los cantos de sirena de Hugo Chávez, destructor por excelencia y máximo patrocinador y beneficiario de los vicios que decía querer combatir.
La incultura democrática le ha costado a la nación, nada más y nada menos que veintiún años de degradación moral, social, política y económica.

En una Venezuela restaurada, los partidos democráticos, tanto los tradicionales como los emergentes, deberán reinventarse y renunciar para siempre al modo de ser que aún nos persigue. La superación del modelo impuesto por la partidocracia es punto prioritario de agenda, porque toca entender y asumir que lejos de ser pasado, es el esquema vigente y profundizado hasta el paroxismo por el sinsentido chavista. En esta empresa, redemocratizar al país, pasa por redimensionar los vínculos de los partidos con la sociedad y por perfilar objetivos que no se agoten en elecciones o en campañas, sino que apunten a transformar el desastre actual en un semillero de oportunidades para construir, por primera vez en nuestra historia, un auténtico sistema que sirva de base para la Democracia de Ciudadanos, que, desde los albores de nuestra Independencia, hemos fallado en hacer realidad.


Autor: Jonhder Vargas César

Abogado Especialista en Derecho Constitucional.


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Por Edgar Varela

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